Se lo prometió a sí mismo luego de que aquello, lo que no debe ser nombrado, ni recordado, ni siquiera soñado, sucediera: la ciudad no volvería a disfrutar de la primavera. Lo había decidido, la estación estaba prohibida.
Tras largas semanas pensando cuál sería la mejor manera de lograr que su plan tuviera efecto sobre cada uno de los que habitaban, se percató de que era más sencillo de lo que parecía. Para abolir la primavera, lo mejor sería talar los árboles de las aceras de la ciudad. Todos y cada uno de ellos, del primero al último, del más joven al más longevo. Contaba, además, con lo necesario para hacerlo: su nueva hacha recientemente afilada, los conocimientos adquiridos de los tutoriales de youtube, y el amparo de la noche. ¿Qué podría salir mal?
El tiempo era el ideal. Apenas comenzaba el otoño, por lo que las noches se volvían cada vez más frías y largas, habría más horas de oscuridad y menos personas deambulando por las calles, ocultas en sus hogares ansiando el retorno de las noches de calor y juerga. Recordando esas noches de primavera que ya no se repetirían.
A lo largo de cada noche descargó su malestar, su odio, su desesperación junto con el desprecio recibido a lo largo de los últimos años. La primera semana apenas sí podía con uno o dos de los más añosos árboles de la ciudad antes de que despuntara el día; recuperarse, para repetir la faena, le tomaba el día completo.
Su cuerpo comenzó a cambiar. Tanto esfuerzo, tanto ejercicio, se entiende, fortaleció sus músculos y quemó grasas acumuladas en lugares que una persona normal ni siquiera sabe de su existencia. Sus brazos de volvieron fuertes y expertos leñadores; ya no se demoraba tanto en cada árbol y podía, en una noche, acabar con media docena de ellos sin perder el aliento.
El misterio del talador nocturno nunca se aclaraba. Siempre se decidía por atacar en lugares extremos de la ciudad, para que no pudieran atraparlo quienes esperaban verlo en los mismos sitios en los que se entretuviera la noche anterior. No resultaba fácil luego de dos meses de empeño, pero continuaba adelante, esperando no ser detenido antes de cumplir con su cometido.
Surgieron imitadores, como no podía ser de otro modo. Pero no hacían lo mismo que él y era fácil reconocerlos. Algunos recurrían al fuego, otros ataban sus vehículos a los troncos más gruesos de los árboles y pretendían arrancarlos de cuajo. Las autoridades se entretenían con esos pobres diablos mientras que a él lo dejaban tranquilo; sabían reconocer a quiénes era posible enfrentar y quién era el verdadero peligro.
Arreció el invierno, las noches gélidas y tormentosas no hicieron mella en su decisión. Continuó adelante incluso ante el anuncio de posibles nevadas, que nunca llegaban a concretarse y que no eran otra cosa que un intento de las autoridades por obligarlo a detenerse ante las inclemencias del frío.
Nada le importaba. La ciudad lucía un poco menos habitada cada mañana, mientras retiraban los árboles muertos, las ramas partidas, los nidos abandonados y destrozados de los pájaros huidos. La tristeza se expandía a cada rincón de la cuadrícula, mientras en él, algo similar a la alegría comenzaba a crecer en lo más profundo de su ser sin aún dejarse reconocer.
El tiempo apremiaba. Las semanas pasaban una detrás de la otra y en el calendario se acercaba irremediablemente la primavera. Comenzó a trabajar más rápido, las noches comenzaban a acortarse y los parques céntricos de la ciudad se encontraban fuertemente custodiados por la policía y la gente que se revelaba ante tanta matanza sin sentido (¿Pero tiene sentido alguna matanza?).
Sus brazos ardían, su corazón latía como una locomotora desbocada, el alba en que se dio cuenta que, una vez más, había fracasado.
Con el sudor nublándole la vista, el cabello apelmazado sobre la frente, la ropa pegada a su fibroso cuerpo, contempló el amanecer y, por sobre los rayos del nuevo sol, el último jacarandá de la ciudad floreció delante de sus ojos.
Arrojó el hacha a un costado con furia y resignación y, con los hombros caídos y la mirada baja, emprendió el regreso final a su hogar. Algo que le resultaba sumamente familiar le ardía en los ojos. La primavera había triunfado una vez más.
Sobre el autor:
José A. García (1983), escritor, guionista de historietas, blogger, profesor de historia nacido en Buenos Aires, Argentina. Participa en diferentes publicaciones independientes de Argentina, Costa Rica, Cuba, Ecuador, España, México, Venezuela, entre otros países, con cuentos, artículos e historietas realizadas con diferentes dibujantes. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) con la editorial Textosintrusos. Cree fervientemente que el conocimiento se demuestra haciendo y no acumulando diplomas, premios y menciones como si fueran condecoraciones o títulos de nobleza.
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