La ansiedad de fin de año me producía náuseas, cierta desesperación y gran fatiga emocional. Cuán lejos entonces se hallaba el niño tierno que, jubiloso, escandaloso y triunfante (luego de ganar el diploma escolar), celebraba la llegada de Navidad y de Año Nuevo. Ahora las dificultades económicas, los gastos de subsistencia, y la lucha por mantener a la bella Helena a mi lado, cuyas discusiones acaloradas y las crisis habían crecido como los centígrados de un termómetro en el sobaco de un afiebrado, me tenían al borde de la locura.
Sin embargo, aquella mañana la esperanza afloraba en mi pecho, pues compraría el diario que presentaría la lista de los mejores autores del año. Tenía cierta fe de encontrar mi nombre. Mi última publicación disfrutó de buenas críticas y elogiosas reseñas. Incluso a mediados de año fui reconocido con un galardón literario. Gozaba la certeza que esta vez tocaba mi turno.
Cuando aseguraba la puerta del departamento, vi a la vecina expectante. Con los cabellos casi despeinados, el mandil manchado y unas pantuflas infantiles, parecía una persona extraña.
―Joven, debería cuidar a su perro. Ayer casi lo atropella el camión de la basura. Tenga mucho cuidado ―dijo.
―Oh, entiendo, doña Bertha. Es que lo dejé a cuidado de los chicos del 205. Ya se disculparon.
―Debería tener cuidado de don Orestes y sus hijos. Son desordenados y no respetan el horario de recojo de la basura. Lo amontonan cuando se les da la gana y a veces amanece sucia la vereda del frente ―dijo e hizo una pausa―. ¿Usted sabe?
La miré con inquietud y respondí:
― ¿Qué cosa, señora?
―Cuando la basura no es recogida, el hedor llega a nuestras casas y las moscas aumentan. Y eso es asqueroso.
―Entiendo, doña Bertha, lo tomaré en cuenta.
―No les diga que los odio, joven ―dijo y, rápidamente, se dio la vuelta y se metió a su habitación.
Aunque lo sospechaba desde el inicio, recién tuve la verdad confirmada. Tuve que bajar al primer piso sin saludar a nadie. Al pasar por el 205, cuya puerta cerrada parecía amortiguar la bulla interior, me asaltó la duda de avisarle a don Orestes que aquella vieja loca les guardaba rencor; pero decidí continuar mi camino.
El sol de diciembre, turbio y arenoso por la contaminación, pareció recibirme sin brisas ni aires apacibles. Los bocinazos cortantes, los ladridos de los perros, un carretero de frutas ofrecer sus productos con altoparlantes, el olor a gasolina y petróleo, me hizo soltar un escupitajo con bilis.
Antes de ir al puesto de periódicos, decidí desayunar el plato de la semana. La señora del mercadillo de la cuadra, como si tuviese la imaginación insípida, repetía el desayuno para cada día en particular: lunes, sopa de coliflor; martes, mondonguito italiano; miércoles, saltado de pollo; jueves, escabeche de pescado; viernes, apanado con papas fritas; sábado, seco con cabrito; y el domingo siempre el estofado de pollo, con cebiche y papa a la huancaína. Y como siempre se repetían los platos en ese orden, desayuné seco con cabrito, que era, según mi paladar, el mejor plato de la semana.
De pronto, cuando me limpiaba con la servilleta, decidí averiguar ciertas dudas y le pregunté a la señora de la comida si sabía de algún lío grave entre Don Orestes y doña Bertha. Sin embargo, la señora no sabía mucho del asunto. «Solo discusiones por la basura, joven, luego de ahí nada más», dijo. Aquella respuesta me asustó un poco. «Recuerdo que Don Orestes la tildó de loca», recordó.
Al llegar al puesto de los periódicos, compré el ejemplar de inmediato. Ni siquiera vi la portada ni las llamadas de carátula. Además, el muchacho que atendía me caía mal. Siempre arqueaba el ceño y nunca te miraba el rostro. Sin embargo, aquella mañana pareció sonreírse al verme, como si recién se enterara que yo era escritor. Un escritor. Un escritor reconocido. Un escritor cuyo nombre aparecía en la lista de los mejores autores del año y, por qué no de acá diez años, de la década. Me alejé apresurado, como si aquel esbozo de sonrisa hubiese sido el anuncio del triunfo esperado.
Como un caminante apresurado, regresé sin mirar nada. Ni el diario, ni a las personas, solo contemplando cabizbajo el sabor de la victoria. Tanto había esperado aquel momento. Al subir de dos en dos las gradas, abrí tan presuroso la puerta que casi la llave se me escapó de las manos. Me dirigí de inmediato al sofá, me arrebujé en la comodidad, abrí de par en par el diario y, como si todo lo calculara con premeditación, me dirigí a la sección de Cultura y Espectáculos.
Ahí el titular, con letras enormes, rezaba: «Los mejores libros del año». Extasiado, frenético, emocionadísimo, leí desde la primera letra mayúscula inicial hasta el punto final del artículo; pero, como por arte de brujería, no pude ver mi nombre. No, no lo encontré. Al leerlo de nuevo y, casi saltándome las frases, no miraba mi nombre. Otra vez. Diablos, leía mal. Otra vez. Nada de nada. Parecía que leía mal.
―Mierda ―susurré con cólera y desesperación.
Destrocé el diario atropelladamente. «Fraude, no puede ser otra cosa que fraude», pensé con el rostro rojo de furia y decepción. Tuve que esperar más de quince minutos para serenarme y leer con calma el artículo de aquel critiquillo. Tuve que beber dos vasos de agua. Dar vueltas de un lado a otro y, por fin, sentarme a respirar profundo. Todos los libros los había leído y encontré incluso algunos que tenían errores de estilo y hasta ortográficos. No muy evidentes, pero que revelaba la falta de madurez del autor. Sin embargo, era ya, lo peor de todo, un hecho. No había vuelta atrás.
Al encender la laptop, dispuesto a trabajar corrigiendo diversos textos literarios de diferentes autores, escuché sonar el timbre quejumbrosamente. Recordé la visita de Helena y no me equivoqué. Entró furiosa sin saludarme, agitadísima, y escupió lo que la atormentaba:
―Mi esposo quiere el divorcio ―gritó con el rostro fruncido―. Y no estoy dispuesta a perderlo así por así… Al menos por mis hijos…
La miré con perplejidad. Solo me faltaba esto. Sentí un nudo agrio en la garganta. Un absurdo que me absorbía de pies a cabeza. Una impresión terrible que me hervía el rostro. De pronto, quería explotar, pero me contuve.
― ¿Y tú, no tienes nada que decir? ―volvió a decir.
―Será mejor que te calmes. Dijiste que lo tenías todo controlado.
―No, no. No me entiendes. Te termino, y esta vez definitivamente.
Sentí un golpazo en el caletre. Si en otra ocasión aquellas palabras habrían destrozado mi corazón de pena y de dolor, como si me quitaran el tesoro más preciado, en aquel momento enfebrecía mi cabeza de malos pensamientos y de una furia galopante.
― ¿Qué pasó…? Todavía… todavía no me explicas qué pasó.
―Qué va pasar, pues. Alguien le fue con el chisme, y él ahora está hecho una fiera. Nunca lo vi tan molesto…
«Un maldito chisme», pensé en un segundo. Al instante, con el rostro hirviéndome de incomodidad, dudé en tratar de ser amable y cordial, y solucionar dicha encrucijada de la forma más idónea y amable posible, como procedía en mis ratos de mayor lucidez mental; o comportarme como una bestia y mandar todo al diablo. Al fragmento, miré su rostro desencajado por la desesperación.
―Eso es todo. Me voy ―expresó con resignación.
―No puedes irte y dejarme así por así.
―Lo siento. Lo siento mucho. Lo nuestro solo fue un juego y este es el fin ―dijo y se dio la vuelta rápidamente, y salió con prisa del departamento.
La puerta al cerrarse, creí que iba volverme loco. Pensé con desesperación: «Otro fin de año se va al diablo». Y lloré.
Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007). Es autor de Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018) y Cementerio prohibido (2019).
Una narración psicológica, en un acontecimiento decisivo y fluido en la vida... Saludos, y sigue escribiendo :)