A todas las que ya no están,
esas que nos arrebataron.
Me gusta el olor de su vello púbico. Huele a jabón Lirio Neutro y a sudor del día completo que se mezcla con su perfume de jazmín y cerezas. Desde que conocí a Alicia se levanta a las cinco de la mañana a meterse a bañar, a pesar de haberse dormido pocas horas antes por lavar la ropa o plancharse las camisas del uniforme. Trabajábamos en Coppel cuando la conocí. Desde que la vi en su primer día de prueba, me enamoré de su cabello castaño claro teñido que siempre se amarra en una cola alta, de su figura bien contorneada en el uniforme ajustado y el cuello de la camisa amarilla que combina con sus ojos aceitunados. Siempre camina erguida, sin tambalear con los tacones que les obligan a usar, con pasos firmes y las manos bailando con su avance. Una vez nos cacharon en la mera movida en el almacén de los zapatos, como nos descubrió el supervisor tenían que correr a alguien de ley y me corrió a mí; ahora trabajo en Elektra vendiendo refrigeradores y sin poder verla las veinticuatro horas del día.
Lo que más me gusta de Alicia es la pulcritud en su persona durante todo el día. Llega al departamento con el maquillaje sin corrérsele y los ojos un poco rojos por el aire acondicionado de la tienda. Se ve hermosa y reluciente; después de dejar su llavero de recuerdo de Cancún despintado sobre la mesa de la cocina, me da un beso tomando mis mejillas con sus manos frías y me deja oler los últimos restos de su perfume, se sienta a mi lado en el sillón, mientras veo alguna novela en la pantalla que no hemos terminado de pagar y recuesta su cabeza en mi hombro un rato hasta quedarse dormida. Cuando se acaba el programa de las ocho, la despierto para que cenemos y nos vayamos a acostar.
Casi todas las noches me deja besarle el cuerpo completo y saborear lo que gotea de su entrepierna cuando mis labios se cansaron de relamerle el cuello. Se recuesta suavemente, como emocionada asemejando una niña pequeña que espera la arropen por la noche, abre el compás de sus piernas y se inclina para tomar mi cabeza entre sus manos, me da un beso tierno, esos que no esperarías que te dieran cuando estás bien excitado apunto de comerte sus jugos y sus vellos oscuros. Sus gemidos siempre me emocionan, hasta me sabe a esas nieves de maracuyá que tanto nos gusta comernos los domingos en la tarde, cuando vamos a dar una vuelta a la Alameda; gozo esos momentos de placer que me brinda solo recorrer con mi lengua sus labios verticales con olor a jabón.
Ese olor me recuerda cuando me presentó a sus padres. Al llegar a su casa estaba muy nervioso y me metí al baño a lavarme las manos sudadas como la primera vez que la invité a comer unos tacos de tripa; me vi la cara jodida en el espejito del baño, me lavé las manos con ese jabón Lirio en el lavabo de cerámica verde militar y acomodé las cejas de gusano quemador que heredé de mi jefe. Me di unas palmadas en los cachetes y salí a conocerlos.
Su papá es un hombre borracho, bien macho, pero extrañamente amable, como era de esperarse, me veía de pies a cabeza, parecía que pensaba «¿éste es el pendejo que quiere sacar a mi hija de la casa?». Yo estaba nervioso y se me había olvidado ponerme desodorante, me puse loción, pero el pinche desodorante siempre lo dejé en la cocina, Alicia siempre me lo regresa al baño. Saludé firme al señor y creo que mi apretón de manos fue el adecuado. Su mamá a un lado me vio con sus ojos maternales de aceituna, y me abrazó efusivamente; ahí me di cuenta de dónde Alicia había sacado la delicadeza de sus manos tersas, nada más que mi suegra olía un poco a cloro y a cebolla. La tarde transcurrió agradable, comimos espinazo de cerdo con verdolagas, frijoles de la olla y arroz rojo, todo lo cocinó su mamá. Hasta la fecha, a Alicia nunca le ha salido igual el arroz, pero los frijoles sí le quedan mejor que a Doña Meche.
Cuando me despedí de Alicia y sus papás se metieron a la casa, me dijo que les caí bien. Alegre, me dio un beso efusivo en la boca y luego me abrazó, había una lluvia recia, ya nos había empapado a los dos, ella se metió a su casa corriendo y yo me fui rápido a tomar el camión para regresar a la casa, que después compartiría con ella. Ese día me sentí más que enamorado, sabía que Alicia era la mujer que me haría feliz hasta cuando ella lo decidiera, y que no me importaría aguantar todas las navidades con su familia disfuncional. Iba viendo la lluvia por la ventana del camión pensando en ella, en su cuerpo, sus ojos, su sonrisa con el colmillo torcido y sus pechos pequeños, redondos.
Una misma lluvia cae como tromba sobre la pinche ciudad. Mientras me fumo mi cigarro desde la puerta de la cantina veo cómo la gente sigue pasando, algunos ya están empapados y caminan lentamente, como resignados a tener mojados hasta los calzones; otros corren con lo que tienen a la mano sobre sus cabezas y se van resguardando en los techos de los locales que comienzan a cerrar. El sabor amargo del Bacardí en las rocas que ordené, (y para lo único que me alcanza) se quedó en mi boca de chimenea. Puta gente, putos hombres de mierda. Ahora fumo como pendejo, ya no me importa nada, perdí lo único que me hacía feliz, lo único que mantenía a flote a un papá borracho y una madre sumisa, lo único que mantenía en orden a las personas de Coppel cuando era el buen fin o Navidad o el día de las madres, la única persona que guisaba sabroso, esa a la que le agarraba la mano en la Alameda, que le gustaban los chicharrones preparados de la feria de San Isidro, esa que nunca me rechazaba las cumbias en las fiestas de mi familia, esa que me besaba dulcísimo, esa que me regalaba sus jugos que calmaban mi sed, que me obligaba a ir a misa a rezarle a mi jefa, que en paz descanse, esa que tenía los ojos para mis hijos. ¿Qué chingados puedo hacer ahora? Se la llevaron, no dijeron agua va, no dejó de amarme, no dejé de amarla, solo desapareció.
Voy al baño tambaleándome. Es la una de la mañana y ya me cansé de pistear Bacardí blanco y fumar Winston rojos, me veo en el espejo manchado de humedad y chillo como maricón por Alicia. ¿Por qué te fuiste, solecito? ¿Adónde te llevaron? ¿Por qué chingados no fui por ti al trabajo esa noche? ¿Por qué nos dejaste? Ya pasaron dos semanas y no la encontramos, se la robaron saliendo del trabajo; el velador dice que pasó un pinche viejo gordo que la subió a la fuerza a una camioneta blanca con los vidrios polarizados. Estaba lloviendo igual de fuerte que hoy, por eso no pudo ver las placas. Pinche guardia pendejo, por eso no contratan viejitos. Pero el señor qué culpa tiene, no es su trabajo cuidar mujeres que salen solas por la noche, él solo ve que no roben esa tienda pitera.
Mis manos me duelen de agarrar con furia el lavamanos sucio, ya mis lágrimas saladas se me meten a la boca y el moco que chifla canta en el baño con olor a vómito. Me limpio la cara, me lavo las manos, pero el puto jabón es Lirio blanco. Vuelvo a chillar como chamaco que quiere a su mamá. Yo quiero a Alicia, quiero a mi amor, quiero a la mujer con la que me iba a casar. Ya tenía el anillo guardado entre las corbatas. Pateo con enojo incalculable la puerta de metal de un baño, me punza el pie mientras me mientan la madre desde adentro. La lluvia cae fuerte, resuena en las láminas del techo y la música de José Alfredo Jiménez lucha con sobrepasar ese llover ensordecedor. No ha dejado de llover, llueve, truena, relampaguea. ¿Por qué se la llevaron? ¿Por qué se las llevan?
Me hubieran llevado a mí, no a Lichita. Pinche lluvia, ¡ya cállate! Pago mi cuenta con todo lo que gané en la semana y salgo de la cantina. Los camiones ya no pasan, voy a tener que irme en taxi. ¿Pero para qué chingados regresaré a mi casa? No hay nadie, a parte todavía está el olor de Alicia impregnado en las paredes, sus cosas siguen sobre la mesa de la cocina y hasta hay cabellos suyos en la coladera de la ducha. Estoy todo empapado, para qué regresar a esa cueva sin luz. Corre el agua en ríos por las calles, en mi cabeza solo resuena la lluvia y el nombre de mi amada arrebatada: Alicia. Parece que el cielo terminará desplomándose, se intensifica el caer filoso de la lluvia, esta lamina del local de los helados no me cubre nada, parece que la va a tumbar el viento. Son las cinco de la mañana y caminé hasta aquí a la Alameda. Veo a Alicia en todos lados, así como en la foto que llevo en la cartera, parada en medio del parque comiéndose una nieve. No cesa mi llanto ni el llanto del cielo, sigue el frío, sigue la tormenta; no ha dejado de llover, Alicia, cómo cuando estabas tú.
Sobre la autora:
Del norte de México, pero desde el año 2000 ha vagado por sus playas y bosques. Diecinueve otoños han presenciado sus ojos, ahora estudia Letras Hispanoamericanas y ha participado en plataformas online y suplementos culturales del estado de Colima, publicó artículos de opinión en RedactoresWeb.mx. Por el momento sobrelleva este encierro, esperando llenarse de más motivos para continuar en el mundo de las letras.
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