Cuando Carlos descubrió que nunca había soñado, cursaba el cuarto año de primaria. Fue una tarde cualquiera cuando, rodeado de sus amigos, se percató de ello. La culpable fue Rosita, la niña más presumida del salón, que de pronto, como si supiera que Carlos no tendría nada que decir, pavoneándose con su uniforme nuevo, les dijo a sus amigos:
—¡Anoche tuve el mejor sueño de todo el mundo!
Y comenzó a contar su sueño donde se perdía en una gran tienda de dulces y comenzaba, como loca, a probar los cientos de golosinas de los aparadores. Después, cabalgaba en un hermoso unicornio donde alcanzaba a ver, desde las alturas, su casa con piscina mientras sus papás preparaban su fiesta de cumpleaños.
—¿Qué pasó después? —Preguntó Carlos.
—Mi mamá me gritaba y hacía señales con las manos para que bajara, entonces me desperté y la pude ver, en carne y hueso, sacudiéndome para venir a la escuela
—¡Eso no es nada! —Contestó Roberto—. Yo sí que tuve el mejor sueño. No necesitaba de unicornios, naves ni nada de esas cosas, ¡yo podía volar! Cuando estaba entre las nubes, a lo lejos veía un incendio en un edificio. En la azotea, un niño cargaba un pequeño perro y gritaba: ¡Socorro! Entonces volaba hasta ellos y los salvaba.
Carlos pasó el recreo oyendo el relato de sus compañeros: batallas con dragones, poderes de superhéroes, viajes por el espacio. Carlos se encontraba confundido por lo que decían sus compañeros, no entendía de qué hablaban. Rosita pudo ver su cara de desconcierto y alzando su voz chillona le dijo:
—¿Y tú? ¿Cuál es el mejor sueño que has tenido?
En ese momento sonó la campana, indicando el fin del recreo.
Durante el resto del día no pensó en otra cosa. Por más que intentó recordar, no había nada que le indicara que él había vivido algo parecido, no entendía cómo podía ser posible. Quiso acercarse al profesor y preguntarle qué era un sueño, y sobre todo qué podía hacer para tener uno. Sin embargo, se sintió ridículo, tal vez el profesor se burlaría de él. Decidió no comentar con nadie de la escuela lo que le pasaba.
La campana sonó de nueva cuenta. Comenzó a meter sus útiles a la mochila, cuando Rosita se acercó y jugando con sus coletas en la mano, le dijo:
—No contaste tu sueño.
Su tono burlón y chillón, hicieron que Carlos se pusiera rojo del coraje. Mañana tendremos más tiempo para que nos cuentes al menos uno. Y se fue brincando hacia la salida. Se sintió acorralado, si les decía que él no tenía sueños, seguro dejarían de hablarle y pasaría las tardes del recreo solo, sin tener con quién jugar. Necesitaba tener un sueño esa misma noche, aunque claro, primero tenía que averiguar qué era eso.
Al llegar a casa, con la enorme mochila, que le pesaba horrores, sobre sus hombros, saludó rápidamente a su madre y se dirigió a su cuarto. Tomó un gran diccionario, y buscó el significado de la palabra sueño: Actividad de la mente durante el periodo de descanso. Lo leyó varias veces, aunque no le quedaba claro, no supo qué hacer, según entendió, era como imaginar algo mientras dormías, pero ¿cómo podría ser eso posible? De pronto su madre le llamó para comer. Primero se cambió de ropas y se dirigió al comedor, donde su madre le ajustaba el babero a su hermanita.
A diferencia de otras ocasiones en que solía platicar a su madre las novedades de su día, Carlos permaneció en silencio comiendo con lentitud, mientras veía a su hermana botar la comida de su plato, o embarrársela en la cara.
—¿Y cómo ha ido tu día? —Preguntó su madre.
—Normal, como siempre, ¿qué esperabas? —Contestó Carlos con frialdad.
—¡Oh! Alguien ha tenido un mal día. Seguro es el clima, con tanto calor uno siempre anda de malas. Lo mismo me pasa a mí. De hecho, no he podido dormir bien últimamente. Más tarde iré a la farmacia por algunas pastillas para soñar.
—¡Pastillas para soñar! —Gritó Carlos. Su madre se quedó sorprendida por el grito.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—Has dicho pastillas para soñar.
—Sí, ¿qué tiene de raro? Cuando murió tu abuelo, hubo un tiempo en que no podía dormir bien y entonces el doctor Echeverría me recetó unas pastillas para poder conciliar el sueño.
—Entonces, sirven para soñar.
—Supongo, a mí me relajaban bastante y podía conciliar el sueño.
—¿A qué hora vas a ir por ellas?
—Más tarde, después de la novela. ¿Necesitas algo para la escuela?
—No, no, solo que no debes olvidar comprarlas, tienes que dormir bien.
Su madre le desordenó el cabello y continuaron comiendo. Carlos se sintió tranquilo, tenía la respuesta, tomaría una de las pastillas y podría soñar. Al terminar lavó su plato y fue directo a su cuarto para hacer la tarea. El tiempo se le hizo eterno y no pudo concentrarse. Al cabo de un par de horas su madre le dijo:
—Voy por el pan y a la farmacia. Cuida a tu hermana, acaba de dormirse.
Sus ansías aumentaban, paseaba de un lado a otro, no había podido terminar sus deberes, el tiempo se alargaba y su madre no llegaba. Pasó aproximadamente media hora para que su madre volviera del brazo de su padre. Apenas entró, Carlos escudriñó entre las manos de su madre en busca de las pastillas, pero no vio nada, seguramente se encontraban en algunos de los bolsillos de su abrigo. Carlos intentó actuar lo más normal posible, pero sus padres percibían su desesperación.
—Seguramente se enamoró —musitó su madre después de ver cómo entraba y salía repetidamente de su cuarto.
Al poco tiempo, después de revisar a la niña, y ver que todo estaba bien, platicó un rato más con su esposo y tomó una de las pastillas para conciliar el sueño, dejando el frasco en su mesilla.
Carlos había seguido con atención los movimientos de sus padres desde su dormitorio, después de no percibir ningún movimiento, llegó a sus oídos los ronquidos de su padre. Se coló silenciosamente hasta el cuarto de sus padres y, arrastrándose hasta la cama, tomó el frasco de pastillas. Nuevamente se arrastró hasta dejar el cuarto.
Ya en su cama y con una gran sonrisa, abrió sin dificultad el frasco. Se sentía feliz, por fin sabría lo que era soñar y podría compartirlo con sus compañeros. Tomó una de las pequeñas pastillas, pensando que con ella soñaría que volaría. Tomó una más —Con esta lucharé con un dragón—, pensó.
Sin poder controlarse, Carlos continuó tomando pastillas y enumerando sueños. Al día siguiente, su madre lo llamó repetidas veces, pero al no escuchar respuesta alguna, abrió la puerta y vio a Carlos todavía en la cama, con una gran sonrisa, como si estuviera soñando. Se sentó a su lado e intentó despertarlo, pero enseguida sintió la frialdad de su cuerpo que le provocó un escalofrío, al levantarse precipitadamente pudo ver entre las sábanas el frasco vacío de sus pastillas para soñar.
Sobre el autor:
Jorge Martínez (Ciudad de México, 1989), es egresado de la carrera de Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en las revistas El Morador del Umbral y Collhibrí.
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