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Foto del escritorPerro Negro de la Calle Selección

Una estrella sangrante / Por Alexis M. Duran

Este es para Gaby. Gracias por todo. Te quiero.

Siempre hacía frío en la habitación. La oscuridad se apoderaba de todo apenas se ocultaba el sol, y ni siquiera en las mañanas podía gozar de la luz matutina o de la simple brisa a través de la ventana. Lo único que Dalnas veía, era oscuridad, y la única luz que podía ver era de las velas que el sanador traía cuando venía a verlo.

El duro frío del invierno hacía que no pudiera moverse de la cama, sus piernas estaban entumecidas y sus débiles y viejos brazos le temblaban cuando hacía el más mínimo esfuerzo. Hace dos semanas que contrajo la enfermedad y eso solo empeoró las cosas.

Era una enfermedad dura. La tos le hacía sentir que su pecho estaba a punto de estallar, como si un caballo de tiro le pasase por encima o como si un martillo de guerra le golpeara de lleno contra sus pulmones, y en las noches, los temblores no lo dejaban dormir. Tampoco podía comer. Llevaba días comiendo la misma papilla de calabaza y flor amapola con jugo de manzana y especias que le traían desde la cocina del Palacio Real. No podía comer nada más, todo lo vomitaba apenas le caía en la tripa.

A pesar de todo, el sanador afirmaba que la enfermedad no lo llevaría a la muerte.

—Nada podrá detener a este viejo —decía a sus acólitos en el templo—. Ningún hombre que deja su vida en manos de los dioses, debe tener miedo. Es su voluntad que todos caminemos por la Senda de Luz algún día y su voluntad es inmutable. Si es mi turno ahora, estoy listo para ello. —Él confiaba en su fe, confiaba en que tenía la protección de los dioses, y sabía que su propósito no era permanecer en una cama postrado, esperando la muerte.

Esta era la epidemia más grande que el reino de Annaria jamás había visto. En solo tres semanas, cada una de las Nueve Ciudades del reino estaba paralizada por la cuarentena que el rey había decretado. Todos los comercios, ciudadelas y plazas estaban desiertas, los grandes señores se escondían en sus castillos y bastiones, junto a sus caballeros y sirvientes. Todos huían de un enemigo que no podían ver, que no distinguía género, religión o poder político. También cerraron todas las fronteras con los reinos del sur y del este, incluyendo puertos y el camino real que cruzaba de norte a sur. Nadie podía entrar o salir de Annaria.

La cuarentena empezaba a desesperarlo. Dalnas era Sumo Sacerdote de la fe del reino, y siempre trataba de mantener su mente y su espíritu en manos de los dioses, El Padre y La Madre, y alcanzar la paz que solo las oraciones le podían dar. Al principio era fácil, la tranquilidad de su habitación solo se veía interrumpida por el sanador que se dedicaba a preparar infusiones para calmar su dolor, así que pasaba la mayor parte del tiempo solo, rezando o leyendo algún pasaje de la Rossanordre, el libro sagrado de la fe, pero cada día le costaba más estar despierto.

Ese día, el sanador no fue a verlo como era costumbre, pero había dejado la infusión de mandrágora y canela que le ayudaba a calmar el dolor en el pecho. La tomó y se dispuso a leer.

Sus ojos se movían entre las palabras, pero no podía recordar lo que había leído en la página anterior. Sus ojos le pesaban y comenzó a sentirse cada vez más cansado. Hizo a un lado el libro y comenzó a orar para sus adentros. La noche era tranquila, así que era fácil concentrarse.

Trataba de no quedarse dormido y mantener sus pensamientos en sus oraciones, pero, de pronto, un golpe en la puerta lo interrumpió. Era un golpe fuerte, como si trataran de derribarla. Uno, y otro, y otro. Se hacían cada vez más fuertes. «¿Cómo entraron aquí?», pensó. El sanador tenía las llaves de su habitación y de la puerta principal, así que no había forma de que fuera él, y los acólitos vivían en el templo. «No hay razón para que estén aquí».

Miró hacia la entrada de la habitación y vio un suave resplandor azul que salía a través del marco de la puerta. Sus pensamientos se perturbaron en un momento y la confusión lo invadió.

Los golpes seguían, cada vez más fuertes. El sacerdote se sentó en la cama con dificultad y tomó la vela que estaba en su escritorio. Se levantó como pudo y caminó lentamente.

El aire se hacía cada vez más frío mientras se acercaba. Sus piernas rígidas le dolían con cada paso quedaba y sus manos le temblaban, pero trataba de mantenerse en pie.

Se paró frente a la puerta y los golpes se detuvieron de repente. Tomó el pomo y la abrió despacio. La luz de la luna lo recibió en medio de una noche despejada, con las estrellas titilando en el cielo. La brisa hizo que la vela se apagara. Avanzó, impulsado por el miedo y la curiosidad. Se encontró en la Bahía de las Flores, al pie del Palacio Real, con la ciudad capital a sus espaldas. Estaba parado sobre una roca al borde de un acantilado. Miró hacia abajo y vio a las olas golpeando las rocas debajo de él. Una sensación de vértigo hizo que se le revolviera el estómago. Sentía como si su corazón estuviera a punto de salirse de su cuerpo.

La puerta que había detrás de él había desaparecido y en su lugar, había una marca de quemadura en el suelo. «¿Qué es esto? ¿Cómo he llegado aquí?». Su respiración se volvía cada vez más agitada. «Esto tiene que ser un sueño. No puede ser real».

Caminó lentamente hacia atrás, con pasos torpes, y de pronto, sintió un fuerte golpe en su cabeza que le hizo perder el equilibrio y resbaló por el borde del acantilado, hacia el mar, hacia la muerte.

Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas mientras caía y vio con una mirada borrosa como las rocas se alzaban para recibirlo. Una maraña de pensamientos invadió su mente y solo atinó a cerrar los ojos con fuerza y contener la respiración antes de sentir el agua helada cubriendo su cuerpo.

El agua salada entraba por su garganta y llenaba su pecho; agitó sus brazos con desesperación, tratando de subir a la superficie y tomar una bocanada de aire, sin conseguir nada más que un dolor punzante en sus brazos y espalda. Trató de gritar, esperando que alguien lo escuchara, pero sabía que estaba solo, sabía que probablemente no saldría de ahí.

Cuando estaba a punto de perder la conciencia, una mano lo tomó del brazo y, en un solo movimiento, lo jaló hacia arriba, recostándolo sobre la arena húmeda. Tosió fuertemente y escupió toda el agua que había tragado, su pecho le dolía y trató de controlar su respiración y, como pudo, se apoyó en sus brazos y se recargó en una roca detrás de él.

A su lado había un hombre vestido con una túnica de color morado pálido y un cinto blanco que le daba tres vueltas en la cintura. Su rostro estaba cubierto con una capucha y en su pecho se dibujaba una estrella de ocho puntas de color dorado.

—Ya es tarde, sacerdote —dijo el extraño hombre mientras Dalnas se incorporaba—. Ya ha empezado.

—¿Eh… empezar qué…? —Dalnas estaba temblando. No sabía si por el frío o por el miedo que recorría su cuerpo—. ¿Qué es est…?

—Las estrellas sangrarán y el ojo de la oscuridad se posará sobre el mundo —interrumpió aquel hombre—. Te hace falta ver más allá, sacerdote —se bajó la capucha y descubrió un rostro putrefacto, lleno de gusanos retorciéndose entre las llagas de su piel—. La estrella sangrante es el anuncio de su llegada, este es solo el comienzo.

—Por los dioses… ¿Qué quieres de mí? ¿Qué es todo esto? —Quería correr y regresar a la realidad, pero sentía como si sus piernas se hubiesen vuelto de piedra.

—¿Qué me puedes ofrecer tú? No eres más que un simple peón en un juego que aún no entiendes. Tus dioses no tienen poder aquí —una sonrisa deforme se dibujó en aquel rostro—. Póstrate ante aquella que ha llegado a liberar a los mortales de tus falsos dioses, ¡póstrate y adora a tu nuevo dios!

—¡Te maldigo! —Escupía las palabras con asco hacia aquel hombre—. ¡Te maldigo en el nombre del Padre y la Madre! Ningún hombre sin dios puede tener poder sobre los siervos de la luz, ¡te ordeno que me dejes ir!

—Idiota… ¿Cuándo entenderás que eres una insignificante alimaña? Cuando el mundo sea reconstruido, la Hija del Cordero reinará por mil años y tus dioses se perderán en el tiempo —lo tomó del cuello y lo levantó, acercándolo hacia él—, así está escrito y lo sabes, sacerdote.

—Nadie puede reclamar el Trono de Cristal, solo los hijos de la luz pueden sentarse en él —su voz le temblaba, comenzaba a sentirse mareado y sintió ganas de vomitar.

—¿Por qué se sentaría en ese trono, forjado en mentiras? ¡Su trono es el mundo y su reino va más allá de la comprensión de simples mortales como tú, sacerdote! Ya es tiempo de que conozcas a tus verdaderos dioses —lo empujó al agua y levantó sus manos hacia arriba, hacia la luna que vigilaba la noche—. ¡Observa bien, sacerdote, y póstrate ante ellos!

La luna se posó en lo más alto del firmamento y se tornó del color del fuego, rodeada por un aro de luz blanca. De pronto, un coro de gemidos y alaridos de dolor invadió el ambiente.

Dalnas miró. Lo que antes era mar se había convertido en cientos de cuerpos sin rostro, cadáveres retorciéndose, agonizando. Algunos casi no tenían piel, otros estaban en los puros huesos. Unos tenían armaduras con colores y símbolos diferentes, correspondientes a la orden a la que servían, otros estaban completamente desnudos, con heridas por todo el cuerpo o con miembros amputados. Mujeres, hombres, niños… todos lanzaban alaridos de dolor, suplicando el fin de su agonía.

—Esto no puede ser. ¡No puede estar pasando! —Impulsado por el miedo, intentó huir de ahí, pero uno de los cadáveres lo tomó de su pierna y lo jaló hacia abajo, entre algas y sangre—. ¡Dioses! ¡Te maldigo, te maldigo a ti y a tus demonios! La Madre es la luz en la oscuridad, nuestra guía en el camino. El Padre es nuestro martillo de justicia, nuestro escudo en la batalla…

—¡Calla, sacerdote! —Lo interrumpió, con una mirada llena de ira—. Eres tonto, igual que tu padre. Entiende, ahora tienes un nuevo dios. ¡Arrodíllate y entrégale tu vida aquella que ha venido a reconstruir este miserable mundo!

Dalnas alzó la mirada y lanzó un gemido de sorpresa y horror, sintiendo como la sangre se le iba a los pies.

En medio del mar de cadáveres, vio a una mujer sentada en un trono elevado de cristal. Sobre su cabeza, llevaba puesta una corona de espinas de hierro negro que se clavaban en su piel y hacían bajar hilos de sangre por su rostro. Sus ojos emitían un brillo de color azul, con una mirada como la de un conquistador regresando de la victoria. Llevaba una túnica blanca que cubría su cuerpo, con un cinto de colores negro, verde y morado. En su mano izquierda tenía la pierna cercenada de un caballo, con la sangre todavía goteando, a manera de cetro, y, en su mano derecha, tenía una calavera con una corona de hierro oxidado, adornada con dos esferas grandes de cristal y cuatro esferas más pequeñas a los lados, también de cristal, envuelta en llamas azules y blancas que emitían un brillo desagradable. Y sobre ella, estaba posado un ojo envuelto en llamas negras y rojas, que parecía vigilar todo a su alrededor, rodeado de ocho rayos de luz blanca.

A su izquierda, estaba un segundo trono, hecho de piedra gris con formas de cráneos talladas por todos lados, en el que estaba sentado lo que parecía ser un hombre, con una cabeza de cabra con tres cuernos, en los que estaban clavadas tres calaveras, una de color negro, quemada y cubierta de ceniza, otra de color rojo, con trozos de carne y piel aun pegada al hueso, y la otra, de color blanco, con algas enredadas entre las cuencas vacías y escurriendo agua de mar. Tenía una armadura de color rojo con escamas de dragón negras y en su pecho, a manera de blasón, tenía una estrella de ocho puntas azules y blancas que tenía en el centro una inscripción en un idioma que Dalnas no conocía.

El silencio invadió el ambiente. Todos los cadáveres que antes no paraban de retorcerse y gritar, se giraron hacia la mujer en el trono y agacharon la cabeza, a manera de reverencia.

—Inclínate, sacerdote. Rinde lealtad a la Hija del Cordero, ¡su reinado apenas comienza, y traerá de nuevo la gloria a este mundo!

—¡Nunca! —Dalnas intentó incorporarse. Estaba cubierto de sangre y agua de mar—. El plan de los dioses es inmutable. Nada resultará de todo esto. Su poder es inimaginable y ni siquiera tus demonios alcanzan a comprenderlo.

—El plan de tus falsos dioses se acabó. Lo hecho, hecho está, sacerdote, y nada cambiará eso. Ahora, tú eres parte de este juego, y serás la primera pieza en ser movida. La marca será puesta en ti.

Quería despertar en medio de su habitación, ir al templo como siempre y confiar en que todo estaría bien, pero, ¿de verdad era un sueño? «Padre, dame valor y entendimiento… Te lo imploro». Sentía que la cabeza le daba vueltas y tenía unas ganas incontrolables de vomitar.

—La estrella sangrante marca el inicio, sacerdote. La Era del Sol Negro está por comenzar —dijo el hombre mientras se arrodillaba y ponía sus manos sobre la arena.

El cielo comenzó a retumbar, como si se tratase de la tormenta más grande que jamás se haya visto. Detrás del trono de cristal, los cielos se abrieron y descendió lo que parecía ser una quimera, como las que habían en los libros de la ciudadela. Tenía una cabeza humana, con el cuerpo cubierto de escamas brillantes y sus brazos estaban cubiertos de pelo gris y en su espalda, dos pares de alas escamosas se agitaban tan fuertemente, que se podía escuchar su aleteo hasta donde Dalnas se encontraba.

En sus manos, sujetaba un cuerno de batalla tan grande como los cuernos de un uro, que emitía un brillo tenue, adornado con anillos de oro pálido que tenían grabadas runas en ellos. La mujer en el trono señaló hacia donde se encontraba el Palacio Real, que ahora no era más que ruinas cubiertas de fuego y ceniza. Dalnas miró hacia arriba y había cuatro estrellas de color rojo, formando una línea que apuntaba hacia el este.

La quimera se llevó el cuerno a la boca y sopló. El sonido que emitió hizo temblar la tierra. Dalnas se cubrió los oídos, pero era inútil, el sonido era tan fuerte, que sintió como taladraba hasta lo más profundo de su ser. El cielo se tornó de color rojo y comenzaron a formarse remolinos de fuego que caían hacia la tierra. Todos los cadáveres que antes estaban postrados en medio del mar, se levantaron, con un brillo azul que salía de sus ojos y boca, todos mirando hacia la mujer en el trono lanzando gritos y alabanzas de victoria.

Una de las estrellas rojas descendió hasta el trono de cristal y emitió un cegador destello anaranjado para luego desaparecer. Y luego todo fue calma.

—¿Sabes cuál es tu propósito en este mundo, sacerdote? —dijo aquel hombre, mientras ponía su mano izquierda en el pecho de Dalnas—. Sabes qué es lo que te espera, ¿verdad? Ve, y relata todas las maravillas que has visto. Una nueva era está a punto de comenzar—. El hombre comenzó a reír de manera burlona y Dalnas despertó gritando, tirado en medio de la oscuridad y la calma de su habitación.

El estómago le comenzó a doler y sintió el sabor de la sangre en la boca. Se incorporó con dificultad y se recostó en la cama. «Fue solo un sueño. La fiebre me hizo alucinar». La cabeza le daba vueltas. «Nada fue real… no pudo serlo». Tenía toda la ropa empapada de sangre y sintió un ardor en su pecho. «No puede ser». Su corazón se aceleró. «No está pasando. No, no, no…». Se levantó la camisa y tenía marcas de cortadas que formaban símbolos parecidos a runas élficas, formando un espiral que cubría todo su pecho, y en el centro, había un ojo, cubierto de su propia sangre. Las lágrimas corrieron por sus mejillas y sintió la necesidad gritar. Sus manos estaban temblando y se le formó un nudo en la garganta.

De pronto, comenzó a escuchar una serie de gritos que venían desde afuera, desde las calles que antes estaban vacías. Todo su cuerpo de dolía, pero, como pudo, trató de caminar hasta la ventana. Afuera, había una multitud de gente que estaba amontonada en medio de la plaza central. Todos miraban hacia arriba, algunos con mirada de asombro, otros con una expresión de terror en sus rostros, pero todos señalaban hacia el mismo lugar.

Dalnas miró y ahí estaba, en lo más alto del cielo, un cometa rojo que cruzaba el cielo de oeste a este, lento, como si vigilara todo lo que había debajo de él. No supo cómo reaccionar, se quedó paralizado, quería mover sus piernas y esconderse en su cama, como un niño que tiene miedo de los monstruos que asechaban en su imaginación. Pero esto era real.

«¿Este es el plan divino?» Quería aferrarse a su fe, creer que esto era una prueba y que todo estaría bien, pero una parte de él sabía que hay cosas más allá de la comprensión humana. «La estrella sangrante es el anuncio de su llegada», esas palabras comenzaron a sonar en su cabeza una y otra vez.

—Este solo es el comienzo—dijo, a la nada, o tal vez a sus dioses, esperando escuchar una respuesta—. Tengan misericordia de nosotros.




 

Sobre el autor:

Nacido en la Ciudad de México, en 1996, en una familia de clase media. Actualmente vive en el Estado de México. Escritor sin mucha experiencia y fanático de la fantasía, sus relatos exploran mundos inexistentes, tocando temas como política, religión, guerra, traición y sociedades secretas. Inspirado por autores como George R. R. Martin o Brandon Sanderson, ha decidido sacar a la luz algunas de las muchas historias que tenía resguardadas en lo más profundo de su ser.


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